La NASA y la Esa no han entendido que el hallazgo más importante delas investigaciones espaciales es el reconocimiento de que la tierra, como planeta, es un sistema vivo. En cuanto a los intentos de encontrar vida en Marte, Titán, etc. son interesantes, pero de menor importancia.
James Lovelock, https://elpais.com/cultura/2007/03/07/actualidad/1173279600_1173282223.html
Hace unos años supe de la hipótesis Gaia, del químico británico James Lovelock, retomada por la bióloga (planetaria, transformadora y poeta) Lynn Margulis: La Tierra, el planeta entero, se comporta como un organismo, un gran ser vivo.
Un tiempo después leí una entrevista a Lovelock, en la que decía que la biósfera, esa tierra viva, colapsaría en 60 años, grandes porciones del planeta se convertirían en desiertos.
Hacia el final de este siglo, es probable que el calentamiento global haya transformado la mayor parte de la tierra en un desierto y en un descampado. Los únicos lugares donde pueda crecer bastante comida para la supervivencia de la población serán el ártico, islas como Japón, Nueva Zelanda, las islas británicas, y las zonas costeras en general, así como los lugares más montañosos como los Alpes, que seguirán recibiendo lluvia.
(se puede ver la entrevista completa en https://elpais.com/cultura/2007/03/07/actualidad/1173279600_1173282223.html y esta otra que fue la primera que leí: https://elpais.com/diario/2006/05/07/eps/1146983207_850215.html)
Me alarmé: Lovelock parecía el más autorizado para decirlo, conocía –el que más– la atmósfera terrestre, y había logrado en los 90 encontrar el porqué de los huecos en la capa de ozono, y el remedio. Yo no sabía a partir de cuándo contaba él esos 60 años… para las primeras tragedias ¿desde los 70… desde el 2000?… Lovelock descartaba cualquier posibilidad de salvación. Ya no había tiempo de cultivos orgánicos, energías limpias o propósitos de enmienda.
Viví alarmada casi una década. Aún si continuaba haciendo lo que he considerado digno de vivirse, así no fuera salvación: las semillas debían caminar libres, las personas, todos los seres vivos, debían poder disfrutar de sus cuerpos, de este mundo increíble, regodearse en la variedad incontable de formas de vida que hay aún en el más mínimo pedacito de tierra, ser totalmente dueñas de su lugar, su historia y sus sentidos.
Pero claro, me acompañaba la tristeza de la desahuciada que se niega a aceptar su muerte.
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En 2019 asistí al performance de la artista colombiana Marcia Cabrera, El grito de la mujer Cabra, enorme y profundo ritual que recupera el carnaval antiguo, en donde se mezclan público y cantantes en un solo coro, y al bailar en semejante río, tan extraño, tan rebelde, de mujeres cabras y perras, tuve claro que sí, que efectivamente el mundo se acababa.

Y dejé la alarma: El mundo en el que vivimos llega a su fin: está naciendo uno nuevo. Las cabras y perras elegantes, nosotras convocadas, lo anunciábamos.
Video de del Canal Youtube de Marcia Cabrera
No veo causalidad alguna entre esos dos pensamientos, solo esa especie de visión que me cambiaba la imagen de un final.
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Hoy (como llegar a un lugar entrañable) descubro a Giulia Adinolfi, leo lo que escribió en 1979 (cuando yo tenía 5 años y ella estaba por morir): “Ahora nos sentimos un poco menos perplejos (lo que no quiere decir más optimistas) respecto de la tarea que habría que proponerse para que tras esta noche oscura de la crisis de una civilización despuntara una humanidad más justa en una Tierra habitable, en vez de un inmenso rebaño de atontados en un ruidoso estercolero químico, farmacéutico y radioactivo” GA, 1979.

En 2012, en Argentina, vi por primera vez un feedlot: enorme barrial, sin un centímetro de pasto, en el que las vacas, miles de vacas, nos miraban y nos miraban y nos miraban, sin ánimo siquiera de moverse. ¿Para dónde? No había cómo pastar, no había ese rumiar el día entero, las vacas de boca cerrada nos miraban, solo podían comer cuando les dieran, lo que a bien tuvieran darles: soya, maíz, el forraje de cultivos manipulados, higiénicamente seleccionados, con sus remedios para todas. Ya no eran nunca más libres de husmear y rebuscar a su antojo, escoger una brizna de hierba o una fruta caída, echarse en el pasto, beber y rumiar y rumiar y mugir, nos miraban de pie, sin un ruido, ni siquiera un ruido, en ese estercolero químico y farmacéutico, que sería su vida toda, hasta el sacrificio.
Giulia Adinolfi, plantea claramente la unión entre ecología y libertad. Liberación del cuerpo propio y liberación del cuerpo redondo y común de La Tierra.
Nada de lo que se hace a la tierra ha dejado de hacerse sobre los cuerpos humanos, y básicamente porque no es posible explotar la tierra sin el trabajo esclavo de las personas: “la mina no se levanta temprano a trabajar”, dice muy bien mi hermana Julia.
Mientras tanto los feedlots inmensos se construyen sobre tierras expropiadas, a humanos y no humanos, a quienes les robaron su lugar, su historia y sus cuerpos.
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En los 70 hubo múltiples alarmas sobre el colapso que sobrevendría en el siglo XXI, con el crecimiento del capitalismo voraz… alarmas con fechas, años precisos, así como múltiples llamados a otras vidas (tal vez como los que hubo en los primeros 30 años del siglo XX con los movimientos indígenas americanos, y con la bienaventurada llegada a estas tierras de cientos de anarquistas). Tal vez el sida, tal vez la caída del comunismo, tal vez nuestra misma avidez humana, silenciaron todas las alertas. Y los 80 y 90 remprendieron con fuerza el desenfreno necesario.
En Colombia, la carrera es de locos.
Hace un año vivo en el campo, por razones ligadas a la pandemia me invitaron a vivir en la finca de una familia amiga. Llegué como ingenua bogotana, como cuando Sancho le dice al Quijote: “No se muera vuestra merced, señor mío… Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado… nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos…”

Pero una cosa es pasar un fin de semana en el campo, otra vivir todos los días y ver pasar los meses: nunca en mi vida vi echar tanto veneno junto. Es de locos. Siempre hay alguien de la vereda fumigando, mañana, tarde y noche. Aquí, cuando llueve, solo al principio huele a tierra húmeda, y luego fuertemente a algún químico, a veterina con herbicida e insecticida, así la lluvia dure varias horas. Ayer mismo, tras horas de lluvia, el olor penetraba la casa.
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Hoy por hoy Lovelock, a sus 101 años, dice que ya no ve tan grave la cosa, que la tierra no se ha calentado como él pensó, y que entonces se puede hacer algo, hay la posibilidad de adaptarse a un planeta devastado, con alta tecnología.
Pero el sueño no puede ser el rebaño y el estercolero, con los cuerpos controlados por otros. No sólo porque eso no es vida, sino porque literalmente no es vida: no hay posibilidad de mantener la vida en un peladero con un solo dueño. No hay un centímetro de bosque que no sea múltiple. Y nunca hay un solo dueño, son muchos, negociando. El estercolero es una agonía prolongada.
De todas las alertas de los 70, hoy me resuena clara la de Giulia en esta presentación de la revista Mientras Tanto, y en la que escribe sobre los imperativos para que la tierra sea habitable:
“La línea editorial de la revista queda expresada por sus colores: rojo, verde, violeta y blanco. El rojo expresa su identificación con los proyectos de emancipación social y política de las clases trabajadoras; el verde, su ecologismo; el violeta, su antisexismo, y el blanco, su defensa de la no violencia”

En estos días he venido haciendo cuatro cosas: colaboro en dejar crecer un malecero (una esquina de la finca, silvestre, donde la naturaleza hace libremente lo que se le da la gana), voy sembrando una huerta, que no ha sido fácil para mí en esta tierra caliente, ingenua bogotana, cocino y comparto con una familia, y leyendo y escribiendo voy examinando esa conexión entre libertad y ecología, que vi ante mí bailando: no se trata de “salvar algo”, ni de dejar algo al futuro, sino de vivir, de quitarse los grilletes como hizo Quintín Lame (de él hablaré luego), de entender qué es la vida.
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