Finalista, Premio de Cocina del Ministerio de Cultura, 2007.
Receta: Bizcocho de papa en almíbar de canela, acompañado de excelsior de lulo. Adaptada de la receta de Teresa Caicedo de Álvarez, cocinera de Pasto, Nariño. Equipo: Ana Maria Helo, Teresa Caicedo de Álvarez y María Buenaventura.
Texto: María Buenaventura
I introducción: Los viejos recetarios.
Bizcocho de Saboya:
Cincuenta y seis huevos, cuatro libras de azúcar, veintiocho onzas de harina de papa, una naranja rallada sólo la cáscara y ligeramente para no mezclarse la tela blanca de la naranja.
Se separan las yemas de las claras, las yemas van a una vasija de barro y las claras a un perol o paila de cobre muy limpia. Se meten en la primera, donde están las yemas, las cuatro libras de azúcar, las veintiocho onzas de harina de papa y la naranja rallada y se menea con una cuchara de palo; una hora después se baten con unas varas la mitad de las claras, hasta que queden bien batidas, se van juntando las yemas poco a poco con una cuchara de palo hasta echar todas las claras; después se le añaden doce onzas de harina de papa, poco a poco y está listo el bizcocho.[1]
Leer recetarios bogotanos de la segunda mitad del siglo XIX, e incluso de principios del siglo XX, abre un mundo desconocido para nosotros, habitantes de esta Bogotá del siglo XXI. Desde las primeras líneas nos confrontamos con otra ciudad, con otras costumbres, con cantidades desmesuradas, inconcebibles en nuestra habitualidad de máximo 4 huevos.
Casi 1 kilo de harina de papa, 4 libras de azúcar, 56 huevos… de la mano de estas cantidades, que poco varían a lo largo del libro, podemos ver para cuántas personas se acostumbraba cocinar, revivimos esos núcleos familiares de 15, 20 personas de los que hablan nuestros abuelos, núcleos que incluían no sólo padre, madre, de 7 a 12 hijos, sino también abuelos, tíos y empleados domésticos.
Asimismo saltan a los ojos los utensilios que eran habituales en sus cocinas: ollas de barro, pailas de cobre, cucharas de palo claramente diferenciadas en su uso de las varas metálicas.
También podemos ver el tiempo que se dedicaba a estas preparaciones, es decir, nos aceramos a un día normal de un ama de casa y de sus cocineras: sólo luego de una hora de reposo de la primera mezcla, se pide batir las claras. Y la receta continúa:
Se debe untar con manteca clarificada un gran molde de cobre (que no quede ninguna parte sin untar); se mete un poco de harina dentro del molde para que esta harina se pegue a la manteca, y quede blanca por dentro; después se vuelve el molde hacia abajo, para que caiga la harina que el molde no chupó; después se le echa masa de bizcocho, poco a poco, hasta casi llenar el molde; así que esta preparación esté lista, se pone en un tablero redondo un poco de ceniza bien caliente y se le pone el molde de bizcocho encima, que es para no volcar, y se mete en el horno lento, donde debe estar tres horas sin tocársele; porque si se le toca, no levanta como debe ser; después se saca del horno y no se debe volver del molde el biscocho hasta que no esté frío. No queriendo hacerlo con harina de papas se hace con harina de trigo.[2]
El horneado es de tres horas. Siendo así, el tiempo de preparación puede asombrarnos más que sus cantidades: si se iba a dar esta merienda, había que comenzar a prepararla con aproximadamente seis horas de antelación, tiempo suficiente para batir los ingredientes, reposarlos, hornear la mezcla y dejarla enfriar para desmoldarla.
Es necesario recordar que, puesto que nada llegaba hecho a la casa, estas comidas exigían la permanencia total en la cocina por parte de las mujeres, un lugar convertido casi en su misma habitación, allí podían bañarse (limpiarse un poco con un trapo húmedo), peinarse y acicalarse, razón por la cual Boussingault, uno de los primeros viajeros franceses, aprendió a pedir exclusivamente huevos fritos para alimentarse, pues, decía, en éstos los pelos de la dueña de casa quedaban crocantes y así no llegaban a ser tan repulsivos como en los demás platos.
El paisaje de una mesa servida, en un día cualquiera del hogar, y sin importar de cuál comida se hable, es un cuadro en tonos pastel, de colores homogéneos, donde predomina un amarillo cremoso, un marrón aclarado, y el rojizo del achiote, al que llamaban tapamugre y echaban en todas las comidas, en tan grandes porciones que en pocos platos habrá lugar para el contraste, a no ser por los pelos, muy negros, de las damas bogotanas. Un servicio de mesa que, extrañamente, resulta lo más opuesto a lo que se veía en el mercado, el cual no podía ser más exuberante en variedad de colores y aromas.
También una desilusión acompaña la lectura, así como la de muchas otras del libro, pues primero se dice que hay que echar las 28 onzas de harina de papa y líneas más abajo se piden 12 más. Algo general en estas recetas es que no hay un formato estandarizado en su descripción. Así como algunas van pidiendo los ingredientes en la misma explicación, otras comienzan por dar los ingredientes y sus cantidades, y es allí, al tomar un formato más científico, cuando se producen contradicciones. Entonces notamos que estas fórmulas están a medio camino entre la tradición oral y la escrita, entre el conocimiento tradicional, que requiere experiencia para comprender una instrucción y el científico, de enciclopedia, que intenta eliminar cualquier subjetividad en la lectura.
Pasa normalmente con las recetas que todos conocemos, los científicos del siglo XX siempre han hecho bromas sobre los manuales de cocina, ¿qué es una cebolla mediana?, ¿qué gramaje exacto tiene una cucharada de azúcar?, ¿cuánto es una pizca de sal? Por supuesto, en nuestros primeros libros de recetas, cuando los cocineros por fin se decidían a sacar a la luz sus secretos, la exigencia de un conocimiento previo de los sabores, texturas y cantidades es mucho más notoria.
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Mi interés por revisar manuales de cocina del siglo XIX, es ante todo el de acercarme a la vida de la nueva República, al planteamiento de una historia que se contraponga a la dictada en las escuelas. Me explico: la historia que nos enseñaron pasa siempre en los campos de batalla, o en las luchas electorales. Sin embargo, de un modo más palpable, más cercano a nosotros, se encuentra en las instrucciones culinarias.
Al comenzar el siglo XIX Bogotá será despertada a gritos de Independencia; un remesón que, además de provocar los cambios sabidos (políticos y sociales), terminaría por batir las ollas, chocolateras y piedras de moler de los hogares capitalinos.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX comienzan a prosperar en Bogotá los manuales de costumbres, higiene, industria y cocina. Los miembros de familias acomodadas avalaban sus viajes al exterior, publicando a su regreso un manualito de buenas maneras que estuviera acorde con las últimas tendencias del viejo mundo.
Una afición que no debe extrañarnos. En una República tan nueva y sobre todo en una comarca como la del Nuevo Reino de Granada, que prácticamente nunca, desde los tiempos de Gonzalo Jiménez de Quesada, volvió a ver extranjeros en su territorio, los manuales de la mesa serían tanto o más importantes que los edictos del alto gobierno.
No podía ser de otro modo. Después de casi tres siglos de institución Colonial, en los cuales España restringió, cuidadosamente, el intercambio con los demás países europeos, Bolívar se exhibe con un ejército de ingleses e irlandeses, para, acto seguido, permitir los numerosos viajes de franceses, italianos, un alemán que otro, viajeros que disfrutarían, ahora sí, del exclusivo privilegio de Humboldt.
Si durante la Colonia se decantó el choque de las cocinas indígena y española (sin olvidar los usos africanos, más bien escasos en tierras frías), hasta volverse tradición bogotana, hasta convertirse en el valor primordial de una sociedad cerrada a cualquier otro reino del mundo; con la Independencia y la República, con su bienvenida a gentes nuevas, se dará también un cambio en las recetas, en el espacio de la cocina y en las maneras de la mesa.
Para intentar rehacer esas maneras y esas preparaciones de los manuales de cocina, he debido pasar entonces por los relatos de misioneros de finales del siglo XVIII, por los viajeros europeos y los escritores costumbristas del siglo XIX.
Desde que la encontré en un pequeño manual de cocina de 1914, la torta dulce de papa me pareció uno de los más notorios casos de mestizaje de la mesa colombiana (equiparable a nuestro ajiaco), esta torta ahora olvidada cuenta algo que no sé cómo no había imaginado: la afición de los colombianos por el dulce no podía dejar a la papa exenta de su preparación en un postre, la consistencia de este ingrediente sirve bien para las tortas y podría adaptarse a las tendencias de cocina francesa del siglo XIX. La papa andina y el azúcar de caña del Viejo Mundo debieron combinarse desde un principio. Esa receta, además, nos permite rescatar usos tradicionales de ingredientes que aún utilizamos. Para que al reconstruir la historia de nuestra cocina no sólo se traigan alimentos olvidados, como se está haciendo actualmente con la quinua, el amaranto, o con la pitahaya roja, sino, también, se exploren los usos perdidos de alimentos que nos son tan cotidianos como la papa.
He rastreado su preparación entonces en los manuales de mediados del siglo XIX hasta los últimos casos en el siglo XX, y preguntando a amigos y parientes sólo la he vuelto a encontrar en la actualidad en Túquerres, pueblo de Nariño, donde una familia tradicional la preparaba hasta hace poco. Algo que no debe asombrar, pues Túquerres tiene la ventaja de su cercanía con Ecuador, donde, como en Perú, aún se preparan tortas con el tubérculo. Encontrar alguien que aún hiciera la torta no fue fácil, pregunté durante meses a todas las ancianas bogotanas que conocía, hice que mis amigos consultaran con abuelas, tías, señoras de servicio, nanas, tenderas… entonces, un amigo que había comido cuando niño el bizcocho de papa en Túquerres, me dijo que buscaría a la señora que lo vendía. Pero ella había muerto hace unos meses. Las hijas, que ahora viven en Pasto, conocían a Teresa, vecina de Túquerres, bien, para no alargar mucho la historia, pasado un mes de pesquisas a distancia, logré conseguir su teléfono, hablamos del almidón y aceptó formar parte del grupo como portadora de tradición.
Sin embargo, aún cuando hoy no parezca haber rastro de esta torta en mi ciudad, no pudo ser una rareza en las mesas bogotanas, dado que se encuentra en los manuales del siglo XIX que he consultado, y debió aún comerse hasta mediados del siglo XX, pues aparece aún en la compilación Secretos de cocina: 740 recetas inéditas, de Isabel Lleras de Ospina y Carolina Vásquez de Ospina, publicado en 1948. No obstante, normalmente se pide, en vez de harina, un puré de papas cocidas, ya no para preparar el bizcocho de saboya, sino una torta a manera de budín, húmeda y suave, que en vez de pan de trigo, como el inglés, tendría en Colombia esas papas que según los conquistadores, eran el pan de los muiscas.
Una receta que ofrece en sus sabores la historia de nuestro mestizaje, y que se acomoda al budín de herencia inglesa, para que la tradición muisca de la papa sobreviva al trigo, cuando, desde los primeros años de la Colonia, éste ya había reemplazado muchas parcelas de cultivo.
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A mi modo de ver, cada vez que alguien se sienta a la mesa está contando la historia de su cultura. Lo que come, la compañía elegida, los utensilios que usa, el espacio de la mesa y la cocina, el tiempo empleado, son el relato más claro de los mestizajes de una región, de los cambios que ha experimentado. Las recetas que se encuentran del bizcocho de papa, coinciden de manera afortunada con fechas de grandes cambios en la Bogotá de los siglos XIX y XX; leyendo con atención, no sólo sus instrucciones sino los prólogos de sus libros, un cocinero apasionado por los relatos de costumbres, puede reconstruir con ellas el entorno de la sociedad bogotana. Y, finalmente, llevar a su mesa, no sólo el resultado de una tradición casi olvidada, sino su historia misma.
Haré entonces con ellas un relato del siglo XIX: de la torta de patatas de 1853, escrito bajo los gobiernos liberales, al budín de patatas de 1898, escrito bajo la Restauración, de talante conservador. Mientras la receta de 1948, sirve para dar punto final a esta tradición en Bogotá y la de 1914, por utilizar harina, nos da el parangón más cercano con la actual, la que hacía doña Teresa elaborando ella misma el almidón.
- La Bogotá colonial del siglo XIX y el giro liberal: Torta de patatas, Manual de artes, oficios, cocina i repostería (1853).
Se cuecen a vapor las patatas, después de haberlas mondado; se majan en un mortero, añadiendo manteca y leche, en la cual se haya desleído el azúcar, todo esto debe hervir, i se echará en una vasija de barro, dejándolo enfriar: se continúa de la misma manera que para la torta de arroz que diremos.
Torta de arroz
Se pone una media libra de arroz en leche añadiendo un trozo de manteca. Cuando ya está bastante espeso, se echa en una vasija para enfriarlo, añadiendo al arroz ocho yemas de huevos i cantidad suficiente de azúcar; se añaden igualmente cuatro yemas de huevo, batidas en nieve, con una o dos cucharas de flor de naranja: se unta con manteca una cacerola, polvoreándola alrededor con miga de pan, i en ella se echa el arroz, i se pone al hornillo con mucho fuego sobre su cubierta. Cuando la torta haya tomado color suficiente, se le da vuelta sobre un plato. De este mismo modo se hacen las tortas de fideos, sémolas, etc.[3]
Esta receta ha sido escrita con el más puro estilo radical, en cuya propuesta de ortografía el cambio de la “y” por la “i” era obligatorio, muestra de refinamiento, de intercambio con la Francia de avanzada.
La imprudente adopción entre nosotros de las doctrinas implantadas en la República francesa que surgió con la caída del rey Luis Felipe en 1848, coincidió con la invasión a la Nueva Granada de las obras literarias de aquella nación… Entonces llegó el frenesí ortográfico hasta suprimir “por inútiles” las letras x e y, la p en muchos casos y algunas otras atrocidades que se introdujeron en la hermosa lengua de Castilla.[4]
Para 1853, Bogotá acababa de transformar su aspecto colonial, o, al menos, así lo aseguran Salvador Camacho Roldán en sus Memorias y Cordovez Moure en sus Reminiscencias de Santafé y Bogotá. Hasta mediados del siglo, a la par con sus convulsiones revolucionarias, la ciudad había mantenido su frío aspecto casi “medieval”.
En 1849, llega a la Presidencia José Hilario López, para comenzar con las transformaciones liberales: la expulsión de los jesuitas, con lo cual la Sabana dejaba de ser un campo de encomiendas para provecho de la industria privada; la adopción de los modos franceses, por complacencia con la revolución de París de 1848; la regularización de los vapores (cuyo servicio se había establecido sólo desde 1845) y que daba al antiguo Nuevo Reino de Granada una comunicación más ágil con el mundo exterior. Cartagena y Popayán, en palabras de Camacho Roldán, dejarían de ser centros culturales para cederle esta plaza a Bogotá.
No era Bogotá (para 1849), como es hoy, el centro principal de cultura de nuestro país. Cartagena y Popayán parece que eran entonces las ciudades más adelantadas. La primera, por haber sido, durante la colonia, el foco comercial y político más importante (…) Las doscientas hectáreas ocupadas por el caserío (Bogotá), que hoy representan más de treinta millones en oro, probablemente no valían en 1847 la décima parte.[5]
Con todo, la comunicación de Bogotá con el mundo exterior, con Europa y aún con Estados Unidos, sería más asidua y constante que con las regiones de su propio país, la facilidad de los vapores invitaban a los bogotanos a salir de su patria, pero no se hizo al unísono una malla vial, unos ferrocarriles que le dieran comunicación con su territorio, lo cual sólo comenzaría a pensarse pasada la década de 1870.
La regularización del servicio de vapores en el río Magdalena y el establecimiento de los vapores “paquetes” de la Mala Real despertaron en los santafereños acomodados el deseo de ir a Europa y los Estados Unidos…
… Aunque algunos de los que viajaban a Europa se iban baúles y volvían petacas, como sucede en la actualidad, los que aprovechaban su tiempo traían al país conocimientos útiles y hábitos de cultura y buen gusto que fueron implantados lentamente, ayudados por la escogida inmigración inglesa que de los años de 1825 a 1860 vino a esta ciudad.[6]
Este cambio, la avidez por esa Europa no española, puede notarse al comparar tres descripciones de los usos de la mesa bogotana, la primera corresponde a la década de 1820 y es de Boussingault:
En las clases altas se usaba generalmente vajilla de plata, pero en las clases medias no se veían sino vasijas de barro cocido; sin embargo, en casi todas las casas se bebía en vasos de plata, definitivamente más económicos que los de vidrio, muy frágiles, en un país en donde tienen un precio muy elevado. En cuanto a cuchillos, poco se les empleaba; rara vez se usaban los tenedores, de manera que se tenía que proceder a una lavada general después de cada comida.[7]
La segunda, de 1848, es de José María Vergara y Vergara:
Había taburetes de todas formas, platos de todos colores, gente de todas clases y niños de todas las edades, porque las señoritas convidadas habían ido con sus padres, éstos con sus hijos chiquitos, y éstos últimos con todas las criadas de la casa. Los convidados eran cuarenta y los asistentes cuarenta mil. Nos sentamos, sí; aunque me pese el decirlo, nos sentamos cuarenta personas en treinta taburetes.[8]
La tercera de Cordovez Moure:
Las reuniones periódicas de familia o tertulias tuvieron principio hacia el año de 1849 –corregidas y aumentadas-, por haberse introducido en ellas los usos de las de igual clase de París y Londres. El mueblaje empezó a reformarse o cambiarse por otro de mejor gusto, en que se contaban canapés y mesas de caoba… Se desterró de los comedores el uso de los vasos y jarros de plata, para reemplazarlos con servicio completo e igual de cristalería; empezaron a cambiarse los trinches de hierro, que parecían tridentes de Neptuno, por elegantes y cómodos tenedores de metal blanco, y se cambió el servicio de mesa, que era un verdadero muestrario de cerámica de todas las fábricas del mundo, reponiéndolo con otros de porcelana de Sèvres o de loza de pedernal.[9]
Las vajillas pudieron cambiarse gracias al servicio de vapores, pues, aunque tuvieran que subir a lomo de mula por los precipicios de la vía de Honda a Bogotá, alcanzaron un precio más asequible. Un comercio con el mundo exterior que muy pronto daría al traste con la industria de porcelana bogotana.
En todo caso, estas transformaciones de la mesa, tocarían poco a la cocina, pues, si se ve con cuidado, en la receta de 1853 y en la de 1914 se piden los mismos utensilios y se proponen las mismas técnicas. Lo que equivale a decir que las preparaciones, cada vez más refinadas, debían salir de la misma antigua industria. Así que se llegó al punto en que ésta no pareció suficiente y, en 1860, comenzaron a servir bizcochuelos importados.
Tenía un hambre tiránica, y dirigí la vista buscando a quién comerme. Los dueños de la casa estaban muy flacos, y me lancé sobre una bandeja que contenía bizcochuelos extranjeros marcados con el sello de la fábrica. Aunque sabían a enfermedad, me comí con disimulo catorce docenas, que vienen a ser tanto como un cuartillo de nuestros bizcochuelos bogotanos (…) yo me quedé inmóvil, lleno de líquido y de bizcochuelitos que sabían a alcoba de enfermo; todavía con hambre y sin embargo lleno; con gana de arrojar todo lo que me sobraba, y sin embargo, con gana de comer todo lo que me faltaba. ¡Tormento superior al tonel de la fábula! [10]
Con este grado de amaneramiento, es de esperarse que los bogotanos comenzaran a extrañar sus propias costumbres y que se quejaran de manera vehemente tal como lo hace José María Vergara y Vergara. Pues si algo distinguía a Bogotá, no era, ciertamente, las mínimas porciones francesas, y mientras se vivió al estilo colonial se consideraba profanación del hogar servir comida fabricada por fuera de él.
III La Regeneración: Budín de Patata, el Industrial del coadjuntor (1893)
A una libra de azúcar puesta al fuego con un poco de agua se le añade, cuando esté a punto, un cuarterón de patatas después de cocida y pasada por el tamiz, un cuarterón de almendra bien pisada y una cucharada de cidra (cabello). Para echar todo esto en el almíbar, es necesario sacar éste del fuego y ponerlo á enfriar y, mezclado todo, volverlo al fuego para que hierva un poco; luego se saca a que se enfríe algo, y se le mezclan diez y siete yemas de huevo bien batidas y un poco de canela, y se vuelve al fuego para que se cuezan las yemas hasta limpiar el perol, y después se echa en el molde untado de manteca y se mete al horno.[11]
En esta receta se encuentra de vuelta la ortografía castellana. Sin embargo, en vez de torta se habla de “budín” de patatas.
Un budín difícil de conseguir en los inicios de la República, pero que al final de siglo se encuentra arraigado entre nosotros y ya no se ven las dificultades que tuvo Hamilton en la Popayán de 1824 para ofrecerlo a su amigo inglés:
Un día me dijo (Mr. Wallace) que hacía ya más de veinte años no probaba un roast beef ni un buen plum-pudding a la inglesa; oyendo lo cual lo invité, junto con su hijo, a comer con nosotros sin etiqueta, pues apenas contábamos con servicios de dos personas y le prometí que volvería a comer roast-beef y plum-pudding preparado por un cocinero inglés, siempre que pudiéramos conseguir uvas pasas. Se comprometió el doctor a conseguirnolas, se logró hacer un budín que honraría la mesa de cualquier inglés en Nochebuena y pude darme la satisfacción de verlo gozar con la merienda como nunca lo había alcanzado mortal alguno (…)[12]
Aún más, el nombre budín ya no se refiere exclusivamente a la torta inglesa y no se exige que tenga uvas pasas, ya no se diga pan de trigo, sino que, simplemente, se refiere a una torta húmeda. Papas, almendras, confitura de una especie de calabaza (el cayote que aquí conserva el nombre náhuatl), el título de “budín”, combinado con el de “patatas”, no pueden dejar de mostrarnos el grado de mezcolanza al que se había llegado en nuestras tierras.
La cocina era ya, para los refinados bogotanos, un arte, tal como lo muestra la introducción del libro, en la que se exige investigación y limpieza:
Un cocinero ignorante, cuando imita servilmente los ejemplos de los que le han instruido, sin procurar dar más ensanche al círculo de sus conocimientos por la lectura de los buenos autores, nunca hará progreso alguno y olvidará, por el contrario, las partes especiales que él no ha tenido ocasión de practicar.
Pero no sucede lo mismo con el artista instruido que estudia y procura adquirir nociones nuevas.
De día en la cocina ó en la repostería, de noche con el libro ó la pluma en la mano busca nuevas combinaciones, ó bien perfecciona las antiguas (…)
(…) En la cocina debe reinar el orden y la limpieza más esmerada, siendo indispensable que cada cosa se halle en su sitio, bien limpia y aseada.
Los utensilios de hierro queman fácilmente los guisados, ó por lo menos les comunican un gusto a quemado, y en general no son tan fáciles de limpiar como los de cobre; pero el cobre si se usa debe estañarse.[13]
Sin embargo, estas exigencias de investigación y arte, aunque puedan parecernos refinadas, se contraponen al estado de la industria de la agricultura, pues, para el mismo periodo se queja Salvador Camacho Roldán:
No hay en el país un solo establecimiento de educación agrícola y nuestros agricultores son enteramente ignorantes de las nociones científicas; sólo pueden seguir las rutinas de sus antepasados, y en cualquiera eventualidad, no conocida antes, la indecisión y el no hacer nada es su único camino.
(…) esta situación vergonzosa y humillante de nuestra agricultura sólo denota ignorancia en el pueblo y abandono total en el gobierno de su tarea de fomentar el desarrollo industrial del país”.[14]
IV Nuestra receta
Receta original, adaptada de una tradición culinaria y de la receta de Teresa Caicedo de Álvarez, por la Chef Ana Maria Helo y María Buenaventura.
La adaptación de las recetas brindadas por doña Teresa, así como de las sacadas de los libros del siglo XIX, son de la chef Ana María Helo.
Almidón de papa:
2 kilos de papa pastusa pelada
Agua
Se licúan las papas con un poco de agua, se echa la mezcla en una jarra alta agregándole agua hasta llenarla. Se deja reposar por cuatro días, cambiándole diariamente el agua, hasta que ésta esté bastante clara. Se cuela en un paño y se deja secar al sol, en un lugar donde no le caiga polvo. El almidón debe quedar totalmente seco, formando unas rocas duras que se maceran al momento de preparar el bizcocho.
Bizcocho de papa:
4 huevos
½ taza de almidón
¼ de taza de azúcar
1 cucharada de jugo de limón
Temperatura del horno: 300 C
Tiempo de horneado: 20 a 30 minutos
Engrasar y enharinar un molde. Se baten las claras a punto de nieve. Se acreman las yemas con el azúcar y el limón y se mezclan con las claras. Se agrega el almidón de papa, se revuelve alzando la mezcla y se vierte en el molde. Éste debe llevarse al horno de inmediato, pues el almidón es pesado y se asienta rápidamente.
Almíbar de canela:
Azúcar, agua y astillas de canela.
Poner a fuego medio el agua el azúcar y la canela, luego dejar reducir hasta obtener una consistencia de jarabe.
Excelsior de lulo:
El nombre de Excélsior de lulo del siglo XIX se refiere a una preparación equiparable al mousse que se hace hoy fácilmente.
2 huevos
2 sobres de gelatina sin sabor
1 lulo
½ taza de agua
½ taza de crema de leche
4 cucharadas de azúcar
Yerbabuena al gusto
Preparación:
Batir las claras a punto de nieve. Pelar y picar el lulo toscamente, licuarlo con el agua, el azúcar y la yerbabuena, colar este jugo y reservar. Disolver la gelatina en media taza de agua y calentar hasta disolver.
El zumo ya colado se mezcla con la crema de leche y las yemas y se licúa por un minuto. Se mezcla con la gelatina sin sabor y las claras a punto de nieve. Llevar a la nevera por 1 hora.
Montaje:
Se remoja el bizcocho de papa en el almíbar de canela. Sobre una capa de bizcocho, se pone una capa de excelsior de lulo, se adorna con almendras peladas y tostadas y tiras de chocolate blanco, yerbabuena o crocantes de caramelo.
Esta receta, es en sí misma, una síntesis, una reseña abreviada, como postre, de la historia del siglo XIX bogotano, de la conformación de la nueva República.
Al bizcocho y al almíbar, ya tradicionales desde la Colonia, unimos lo propio de las tendencias del siglo XIX, es decir, la introducción de los preparados a manera de mousse francés, y la supremacía que adquirió la crema de leche batida. Mientras la presentación corresponde a la cocina actual.
Pero esta gelatina con leche y huevos debía tener una fruta nuestra, un aroma que no sólo diera contraste a la suavidad de la papa, sino que a la par nos recordara siempre la plaza bogotana, el lugar que, por estar lleno de verduleras, gritonas y alzadas, fuera el escogido por los criollos un viernes 20 de julio, día de mercado, para dar ese grito de Independencia que formó una nueva República y abrió de par en par las puertas de nuestra Sabana.
V Breve reseña de los ingredientes
– La papa, el pan de los muiscas:
Para la época de esta receta, se lamenta Salvador Camacho Roldán de que la papa, aunque propia de los Andes, “es ahora más cara que en Europa”, según los datos que nos brinda, en Europa una carga valía entre $1.50 y $2.0 mientras en Bogotá, llegaba a $10,00. Un sobrecosto debido a la poca investigación, a la nula industrialización de los cultivos, y que pudo ser la causa de la desaparición, a mediados del s. XIX, de variedades como la Caiceda, hoy perdida.
Era común encontrar variedades como: “Ojona, Arrayana, Tuquerreña, Pastusa, Huamatonga, Rodilla de indio, Quiteña, Hueva, Pepina”[15], pero luego de la aparición de la enfermedad de la mancha, en 1864, la única sobreviviente parecía ser la Tuquerreña.
Los campos de cultivo, que antes llegaban desde los páramos hasta los 1800 mts, ahora se limitaban a Bogotá, Pasto, algunas pequeñas regiones santandereanas y las mesetas boyacenses.
Los esfuerzos se dirigían entonces a importar químicos europeos, pues el único centro de investigación agrícola que se intentó sostener en la provincia, fue convertido por Núñez en centro militar.
Es cosa singular que el único colegio de agricultura, establecido con grandes dificultades en Bogotá, fue convertido por el señor Núñez en cuartel.[16]
Si así iba el cultivo de papa, mientras subían las importaciones, no es de extrañar que su aprovechamiento industrial, la fabricación en grandes cantidades de productos como el almidón, fuera nulo, pues su consumo no dejaba excedentes que exigieran su aprovechamiento. Aún para la década de 1980 se hizo en Colombia un estudio sobre la posibilidad de producir este almidón para comercio interior o exterior, estudio que dio como resultado una calificación negativa y que dejaba la labor de producirlo a otros países que ya tenían un mercado seguro.
Así, si en Túquerres se conserva la preparación del almidón, éste se hará sólo al interior de los hogares.
Sin embargo, para el siglo XVIII la de harina de papa era conocida en el interior de nuestras tierras, y conservaba el nombre chibcha de cocopa:
Esta noche fue la primera vez que comí papas, porque aunque las había visto nunca las había probado hasta aquí.
Las papas es una raíz de las mejores que ha criado Dios. Es del tamaño de un huevo, con una peladurita o camisa muy delgada. Cuando está cocida se le despega esta tela. Es raíz aguanosa y se come cocida con sólo agua en lugar de pan. Se come en la olla en lugar de berza, y es la berza mejor, porque por más que se coma, nunca empalaga. Se come frita, se come hecha locrito, y escaldada y seca es tan fina guisada con carne, que no hay comida a qué compararla. Y seca escaldada ya no la llaman papa, sino cocopa. Y el maíz también cuando está sarazo, esto es, ni en leche ni ya duro, también lo escaldan y lo secan, y así lo llaman chochoca. Y martajado y cocido con carne parece arroz, y es tan bueno como él. Hay tres especies de papas: las ya dichas es la más común, y cocidas se ponen de color amarillo; otras siempre conservan el color blanco; y las otras no son redondas sino largas, y de ellas hay también de chatas. De unas y otras hay de blancas, amarillas y moradas. Y de éstas suelen hacer una mazamorra con ají y dulce, lo que es estilo comerse frío. Y no está malo.[17]
Es ésta una de las pocas referencias que se tiene de la harina; la tropa del adelantado, así como quienes se establecen en las poblaciones coloniales y luego los viajeros europeos del XIX, que se encuentran fuera de las cocinas, no dan razón de la papa procesada, ni tampoco tendremos luego el caso de Fray Juan de haberla comido dulce y condimentada con ají.
En cuanto al aprovechamiento, tal vez Boussingault fue de los pocos que se entusiasmó con sus posibles derivados:
Mi ocupación principal es el laboratorio; ya les he contado que me ocupaba en compañía de dos profesores, ingenieros de minas, en experimentos de química manufacturera y acabamos de terminar un trabajo sobre la papa y hemos avanzado mucho en nuestras investigaciones sobre esta materia; todos los ensayos han sido hechos sobre un quintal de papa mínimo, de manera que los resultados son apreciables. Fabricamos con la papa un jarabe muy superior al de uvas, pero inferior al del azúcar; lo hemos obtenido en menos tiempo y a menor costo de lo que se ha logrado hasta ahora y podrá ser entregado en el comercio a 40 o 45 francos el quintal.[18]
Al contrario de lo que aquí sucede, una pesquisa simple en Internet muestra que la producción de almidón de papa es común en Perú y Ecuador, países donde el conquistador no pudo borrar la tradición indígena del chuñu, la harina de papa elaborada por los Incas[19].
La papa, que recibieron los muiscas del pueblo inca y que sólo se comenzó a valorar en Europa a partir del siglo XIX, a pesar de los esfuerzos de más de un siglo por introducirla en el Viejo Continente, fue alimento principal en las mesas del Nuevo Reino de Granada. Y logró su aceptación entre la misma tropa del adelanto Gonzalo Jiménez de Quesada.
Las casas todas proveídas
De su maíz, fríjoles y turmas,
Redondillas raíces que se siembran
Y producen un tallo con sus ramas,
Y sus hojas y unas flores, aunque raras,
De purpúreo color amortiguado,
Y a las raíces desde dicha hierba,
Que serán de tres palmos de altura,
Están asidas ellas so la tierra,
Del tamaño de un huevo más o menos,
Unas redondas y otras perlongadas,
Son blancas y moradas y amarillas,
Harinosas raíces de buen gusto,
Regalo de los indios bien acepto,
Y aún de los españoles golosina…[20]
– El azúcar de caña, apasionada tradición bogotana.
Comienzo otra vez por la situación de la industria azucarera a finales del siglo XIX, según Salvador Camacho Roldán.
La provisión de azúcar en Boyacá y Cundinamarca procedía de Zapatoca y Chaguaní, a unas 20 leguas de camino (121 kilómetros actualmente). Para la época, por la falta de buenas vías de comunicación con los centros productores del interior, se comenzó a importar de las Antillas y aún de Europa.
Si bien la caña de azúcar, llega con Colón y su cultivo se extiende prontamente por América, se comienza a producir en Colombia poco después de 1531. Su elaboración, para el siglo XIX, mantenía en las tierras calientes una situación colonial.
Los molinos de azúcar consisten en tres clases de ruedas giratorias, entre las cuales los esclavos negros van echando las cañas. Las ruedas las aplastan y el jugo va cayendo en un gran estanque que se encuentra debajo y a través de un pequeño desagüe, se vierte en una enorme caldera. La caldera se calienta a fuego lento, sin dejar que el líquido hierva, para que el azúcar caliente expulse la espuma a la superficie. De aquí se le pasa a otra caldera a cucharadas, haciéndole hervir, ahora sí, y burbujear…[21]
La historia de la cocina es más bien poco alegre, y va unida a la misma experiencia del hambre: esta pasión bogotana por los postres era sostenida en el infierno de las tierras calientes, en esos trapiches donde, primero los esclavos africanos y luego los mestizos de la República, perdían sus brazos. Tal vez la imagen más clara nos la da Eugenio Díaz en su novela Manuela:
Los contornos de esta fábrica del Retiro harían reventar de pena el corazón de una radical porque los grupos del bagazo, el tizne de la humareda, la palidez de los peones, el sueño, la lentitud y la desdicha, no muestran allí sino el más alto desprecio de la humanidad. Las tres razas, a saber, la africana, la española y la india, con sus variedades, se encuentran allí confundidas por el tizne, la |cachaza, los herpes y la miseria, de tal manera, que no son discernibles ni aún por un norteamericano que es cuanto pudiera decirse: tal es la degradación de los proletarios del trapiche del Retiro.[22]
– El almíbar
El azúcar traído a Bogotá volvía a derretirse en las cocinas para hacer una variedad increíble de preparaciones, todas con el mismo principio: diluir azúcar en agua con claras de huevo, y calentar la mezcla. Existía entonces, el almíbar de punto pequeño lizo o de punto lizado bajo, el almíbar de punto lizo alto ó de grande lizo, el almíbar de punto de perla bajo, de punto aperlado, de punto soplado, de punto de pluma, de grande pluma, de punto bajo de bola, de alto de bola, de punto quebrado, de punto de caramelo[23].
Variedades que los convidados sabían distinguir y apreciar, y que dependían, solamente, del punto de cocción de la mezcla.
Como la base de toda clase de dulces es el almíbar en sus diferentes grados o puntos de cocimiento, en que se cuenta tambien su clarificacion, se explican en seguida, habiéndose adoptado el nombre más generalizado de cada punto, pues en esto hay una divergencia increíble, no sol entre las señoras aficionadas á este ramo, sino aun entre los mismos confiteros y dulceros de profesión.[24]
– Una referencia a los huevos de gallina y a la manteca de cerdo:
Una vez establecido Gonzalo Jiménez de Quesada en estas sabanas de Bogotá, recibió una preocupación terrible: por distintos flancos, dos tropas llegaban al reino que había conquistado. Una de Venezuela, la de Nicolás de Federmán, otra desde el sur, la de Belalcázar, ambos con la intención de apropiarse del Nuevo Reino. El encuentro hostil intentó suavizarse con la excusa de que en esos batallones sobrevivían los animales indispensables para el establecimiento español, pues las avanzadas conquistadoras eran ríos de gente y animales, que ocupaban hasta dos leguas de camino con cientos de puercos, miles de caballos y batallones de aves de corral.
Nicolás de Federmán llegaba con las gallinas, según nos dice Juan Rodríguez Freile:
El bachiller Juan Verdejo, capellán del ejército de Frederman y el primer cura de esta santa iglesia, el cual trajo las primeras gallinas que hubo en este nuevo Reino.[25]
Por su parte Belalcázar trató de enredar al adelantado ofreciendo los primeros cerdos que pisaron la cordillera oriental:
(…) y estando así suspenso el general Jiménez y toda su gente esperando la certidumbre de qué gente fuese la que por los páramos de Pasca entraba, le dieron otra nueva los indios de la tierra, diciendo que de la otra banda del río grande, junto a la provincia de Neiva, habla muchos españoles con caballos y gran cantidad de puercos, que fueron los primeros que entraron en el Reino; y aunque de estas cosas no sabían los indios los nombres propios, por señas lo figuraban y daban a entender. (…) era el capitán Benalcázar, (…) Benalcázar se lo agradeció y se ofreció a él y a otras personas principales que en su compañía iban, que recibiesen de él algunas dádivas, como eran ropas de vestir, porque en su hábito daban a entender la necesidad que de ellas tenían, porque iban todos vestidos de ropa de algodón, por defecto de no tener otra cosa, y así los soldados de Benalcázar burlaban de los vestidos y hábitos que llevaban los de Jiménez; porque como ellos habían salido de Perú, tierra muy rica y próspera, iban bien pertrechados de todo lo necesario de cosas de España, para el ornato de sus personas, como eran ricos vestidos de sedas y finos paños, vajillas de plata, cotas de malla, y gran servicio de indios de Perú, y mucha cantidad de puercos para su sustento, y en todo hacían gran ostentación, y muestra de no padecer ninguna necesidad; y como he dicho, Hernán Pérez y los que con él iban, si no eran los caballos y sus personas, espadas y hierros de lanzas, otra cosa no podían decir que llevaban, ni tenían de España; y con toda esta necesidad, jamás pudieron abatir a los del Reino que recibiesen de ellos alguna cosa de las muchas que les ofrecían.[26]
– Las almendras, los cítricos, la canela: sabores del Viejo Mundo.
Para mediados del siglo XIX, las almendras tenían un elevado precio en Bogotá, pues su cultivo, aunque temprano, no daba tan buenos frutos como en Europa. Aún así, en la Colonia, su uso era obligatorio en las comidas, y sobre todo era el ingrediente predilecto en la apreciada repostería de los conventos.[27]
Al igual que la caña de azúcar los cítricos llegaron en los viajes de Colón, las plantas se adaptaron fácilmente y constituyeron grandes cultivos en las tierras templadas de las faldas de las cordilleras.
Es sabido que los españoles llegaron a América buscando especias de Asia, en especial canela y pimienta, pero que, prontamente, ante el hallazgo del oro, olvidaron por completo este interés inicial. Los esfuerzos de investigadores y científicos de la Colonia, entre ellos el sabio Caldas, por aclimatar plantas aromáticas y lograr cultivos de carácter industrial, corrieron la misma suerte que las investigaciones del procesamiento de la papa. La canela, utilizada en los postres bogotanos, a pesar de haberse podido aclimatar, se importaba en los siglos XVIII y XIX.[28]
– El lulo y la yerbabuena:
El lulo es una planta propia de la región norte de Suramérica, se encontraba también en Cundinamarca y crece entre los 1600 y 2400 metros, ya para 1601 fray Alonso de Zamora da noticia de él en su relación de frutos comestibles de la Nueva Granada. En nuestro caso, su sabor ácido y su aroma, dan contraste a la suave torta de papa[29].
La yerbabuena, que ya en la medicina antigua española se recomendaba como afrodisiaco, proviene del Mediterráneo, y da al lulo una acentuación fresca de su sabor.
– Chocolate:
Propio de América Central su preparación es introducida a Colombia por los jesuitas, pues aunque aquí se encontraban plantas e incluso se comían los frutos, no era procesado. El esplendor del chocolate es de principios del XIX, acompañado de colaciones, se vuelve convite obligado y preludio de bailes.
En 1813 se convidaba a tomar una |taza de chocolate, en taza de plata, y había baile, alegría, elegancia y decoro.
En 1848, se convidaba a tomar una |taza |de café en taza de loza, y había |bochinche, juventud, cordialidad y decoro.
En 1866, se convida a tomar una |taza de té en familia, y hay silencio, equívocos indecentes, bailes de parva, ninguna alegría y mucho tono.
Espero que así como en 1866 se me ha convidado a |tomar el té en familia, en 1880 se me convidará a tomar quinina entre amigos. Están de moda los sudoríficos y antiespasmódicos; ¿por qué no les ha de llegar su sanmartín a los febrífugos y antihepáticos? [30]
Anexos al texto:
- Receta de cabello de ángel de 1893.
Cabello de Ángel de Cidra o Cayota:
Para cada catorce onzas de cabello una libra de azúcar clarificada en poco menos de un litro de agua. Se pone la alcayota á cocer en una vasija limpia y que no haya tenido grasa, pero antes se parte en varios trozos, dándole contra el suelo o de otra manera, pero no con cuchillo, y á las dos horas poco más ó menos está cocida, lo que se conoce cuando se desprende fácilmente lo de dentro; se saca á un barreño con agua fresca bien limpia y bien deshilado, quitando todas las venas que tiene; se deja al sereno tres ó cuatro noches mudando el agua todos los días para que salga más blanco; después se quita el agua oprimiéndolo bien con las manos y haciendo unas bolas; se clarifica el azúcar, se cuela, se echa el cabello y se deja hervir hasta que esté a punto de hoja. También se echa un palito de canela y mondas de limón.[31]
- Receta de Excelsior de fruta de 1884.
Excelsior de piña o de membrillos – Este plato preparado con cuidado es uno de los más exquisitos. Disuélvase en una botella de jugo de piña o membrillos, 1 ½ onza de cola píscis, en seguida se le agrega 1 libra de azúcar molida y muévase esto suavemente sobre un buen fuego por media hora ó hasta que al caer el zumo de la cuchara se forme jalea. Quítese la espuma cuidadosamente, y derrámese la jalea sobre média botella de crema espesa de leche moviéndolos mucho al mezclarlos, se continúa meneando hasta que todo esté casi frio, en cuyo estado se echa en un molde untado de aceite de comer. Este postre se puede hacer con el zumo de cualquiera otra fruta.[32]
- Bizcocho de papa de Secretos de Cocina (1948).
Se hace un naco con una libra de papa, se le agrega un pedazo de mantequilla y una pizca de sal, corteza de limón rallada, 100 gramos de azúcar, un poco de crema y se revuelve; a la mezcla se le incorporan 3 o 4 huevos, batiendo las claras. Se mezcla todo cuidadosamente, se echa en una refractaria untada de mantequilla y se hace dorar a fuego lento.[33]
[1] John Truth (seudónimo de Argáez, Jerónimo), 500 recetas, Librería Arcana, Clle 14 No 107 a 111, Bogotá, 1914, p. 7. Éste es un manual pequeño, a diferencia de El Estuche del que se hablará en el texto, aquí el autor ha seleccionado recetas de uso en la vida diaria.
[2] Ídem.
[3] Manual de artes, oficios, cocina i repostería: obra sacada de los mejores autores y acomodada a las necesidades de los granadino, así como a las circunstancias de esta Republica, Imprenta de Nicolás Gómez, Bogotá, 1853, p. 46.
[4] Cordovez Moure, J. M., Reminiscencias de Santafé y Bogotá (1893), Biblioteca Básica Colombiana, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1978, p. 111. Los primeros 8 tomos de este libro fueron publicados precisamente con la ayuda de Jerónimo Argáez, autor de la primera receta
[5] Camacho Roldán, Salvador, Mis memorias (1894), tomo I, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Editorial A B C, Bogotá, 1946, pp. 127 – 128.
[6] Cordovez Moure, Ídem, pp. 47 – 48.
[7] Boussingault, Jean Baptiste, Memorias de Jean Baptiste Boussingault, En: Biblioteca virtual del Banco de la República, http://www.lablaa.org/blaavirtual/historia/memov1/memov9b.htm visitado por última vez julio 14 de 2007.
[8] Vergara y Vergara, José María, Las tres tazas, En: Museo de cuadros de costumbres, varios autores, publicado por F. Mantilla, Bogotá, 1866. Tomado de la Biblioteca virtual del Banco de la República, http://www.lablaa.org/blaavirtual/literatura/cosiv/cosiv23b.htm, visitado por última vez julio 14 de 2007.
[9] Cordovez Moure, Ídem, p. 49.
[10] Vergara y Vergara, Ídem.
[11] González, Timoteo, El industrial del coadjuntor: tesoro de recetas sobre cocina española, bogotana, confitería y repostería al uso, Librería colombiana, Bogotá, 1893, p. 108
[12] Hamilton, John Potter, Viajero siglo XIX, En: Biblioteca virtual del Banco de la República, http://www.lablaa.org/blaavirtual/historia/viinpro/indice.htm, visitado por última vez julio 14 de 2007.
[13] González, Ídem, pp. 1 – 2.
[14] Camacho Roldán, Ídem, pp. 183 – 190.
[15] Camacho Roldán, Ídem, pp. 188 – 189.
[16] Camacho Roldán, Ídem, p. 183.
[17] Fray Juan de Santa Gertrudis, Fray Juan de Santa Gertrudis (1757 – 1767), capítulo VI, Biblioteca virtual del Banco de la República, http://www.lablaa.org/blaavirtual/faunayflora/maravol1/mara18a.htm, visitado por última vez julio 14 de 2007.
[18] Boussingault, Ídem, p. **
[19] “Los incas preservaban las papas congelándolas primero y secándolas después. Después de recoger la cosecha las extendían sobre la tierra y las dejaban toda la noche expuestas al aire helado. Al día siguiente, hombres, mujeres y niños extraían el exceso de humedad pisándolas. Este método se repetía por varios días hasta que, libres ya de humedad, se secaban y se almacenaban. Estas papas secas eran conocidas como chuñu. Los conquistadores se dieron cuenta enseguida de que las papas eran un alimento ideal para las masas, al ver que los trabajadores de las minas sobrevivían gracias al consumo casi absoluto del chuñu”. Marichal, Matilde, Historia de la papa, http://www.redepapa.org/historia.html, visitado por última vez en julio 14 de 2007.
[20] Castellanos, Juan de, Elegías de varones ilustres (s. XVI), En: Rojas de Perdomo, Lucía, Cocina prehispánica, Voluntad, Bogotá, 1994, p. 202.
[21] Moreri Louis, citado por Carson A. Ritchie (s. XVII), En: Rojas de Perdomo, Lucía, Aportes alimenticios del viejo al nuevo mundo, Voluntad, Bogotá, 1993, p. 51. Según los estudios realizados la caña de azúcar es originaria de Asia.
[22] Díaz, Eugenio, Manuela, finales del siglo XIX, En: Biblioteca virtual del banco de la República, http://www.lablaa.org/blaavirtual/literatura/manuela/indice.htm, visitado por última vez julio 14 de 2007.
[23] John Truth, (seudónimo de Argáez, Jerónimo), El Estuche (1884), En: Moreno Blanco, Lácydes, Sabores del pasado, Voluntad, Bogotá, 1995, p. 189.
[24] Ídem.
[25] Rodríguez Freile, Juan, El carnero (s. XVII), capítulo VI, Biblioteca virtual del Banco de la República, http://www.lablaa.org/blaavirtual/literatura/carnero/indice.htm, visitado por última vez julio 14 de 2007.
[26] Fray Pedro de Aguado, Recopilación historial (siglo XVI), primera parte, Biblioteca virtual del Banco de la República, http://www.lablaa.org/blaavirtual/historia/rehis1/rehis27.htm, visitado por última vez julio 14 de 2007.
[27] Más información, En: Patiño Víctor Manuel, Plantas cultivadas y animales domésticos en América equinoccial, tomo IV, plantas introducidas, Imprenta departamental, Cali, 1963, En: Biblioteca virtual del Banco de la República, http://www.lablaa.org/blaavirtual/historia/puti/puti7a.htm, visitado por última vez julio 14 de 2007.
[28] Mayor información, En: Carreño, Aída Martínez, Mesa y cocina en el siglo XIX, Fondo Cultural Cafetero, Bogotá, 1985, p. 28. Y En: Patiño Víctor Manuel, Plantas cultivadas y animales domésticos en América equinoccial, tomo IV: Plantas introducidas, capítulo V, especias, condimentos, temperos, colorantes culinarios, aromatizadores, Biblioteca virtual del Banco de la República. Aún hoy continúa su importación. http://www.lablaa.org/blaavirtual/historia/puti/puti5.htm
[29] Mayor información, En: Carreño, Aída Martínez, Ídem, p. 21. Y En: http://www.hort.purdue.edu/newcrop/morton/naranjilla_ars.html#Description, visitado por última vez julio 14 de 2007.
[30] Vergara y Vergara, Ídem.
[31] González, Ídem, p. 113. Reseña del Cayote: CHAYOTES cultivaban los indígenas de Tucurrique, río Reventazón, Costa Rica, en la segunda mitad del siglo XVI (Fernández, 1907, VII, 386). Seemann vio esta hortaliza en Panamá a mediados del siglo XIX (Seemann, 1928, 30). Pese a que algún botánico parece inclinado a creer que esta especie es originaria de Colombia y Venezuela (Parodi, 1935, 146), no se ha visto mencionada esta planta en América equinoccial durante el primer siglo de dominación española. Las referencias, todas tardías, usan invariablemente el nombre náhuatl más o menos deformado; así, por ejemplo, según Gilii se daba a mediados del siglo XVIII, en la Nueva Granada el CAYOTE (Gil ii, 1955, 130). SIDRAYOTAS había en Roldanillo y en Cali en las postrimerías del período colonial (Villaquirán: BHV, 1939-1940, 6: 226, 240). Un autor sostiene que la introducción de la CIDRAYOTA a Antioquia es reciente (Zuleta: RHA, 1919, 759). GÜISQUIL y CIDRAYOTA menciona el agrónomo Tulio Ospina a principios del siglo actual (Ospina, T., 1913, 146).
Cobo se equivocó al atribuír varias semillas al CHAYOTE, pues sólo tiene una: `Es el «chayote» una mata como la del melón y muy parecida a ella en la hoja y vástago; enrédase en los árboles, y es natural de la Nueva España. Su fruto es del tamaño y hechura de un gran membrillo; por de fuera está muy verde, cubierto de unas espinillas blandas como las de la borraja, algo más gruesas; la sustancia de dentro es como calabaza, salvo que es toda maciza, con muy pequeño corazón, en que están las pepitas, que son chiquillas. Nace el «chayote» en tierra caliente y templada, y se come asado y cocido; en sí es muy desabrido, como la «cáygua», mas, suélenlo comer los españoles con aceite y vinagre´ (Cobo, 1890, I, 381; —–, 1956, I, 177).
En: Patiño, Víctor Manuel, Plantas cultivadas y animales domésticos en América equinoccial. Tomo III: plantas alimenticias, Cali, Imprenta Departamental, 1963, En: Biblioteca virtual del Banco de la República, http://www.lablaa.org/blaavirtual/historia/putiles2/putil4.htm , visitado por última vez julio 15 de 2007
[32] John Truth, (seudónimo de Argáez, Jerónimo), El Estuche (1884), Ídem, p. 239.
[33] Vázquez de Ospina, Carolina, Secretos de cocina: 740 recetas inéditas, Editorial ABC, Bogotá, 1948, p. 56.